jueves, 29 de septiembre de 2011

Textos usados en la visita a la Salamanca desaparecida

Para los que no pudisteis asistir ayer a la visita guiada por la Salamanca desaparecida y para los asistentes interesados, aquí tenéis los textos que leyó nuestro guía, Miguel Ángel Martín Mas, y varias referencias y enlaces a su blog, donde podréis encontrar más información.

Introducción a la Guerra de la Independencia
La Salamanca de Lord Wellington y las huellas de la Guerra de la Independencia en Salamanca
Construcción de los fuertes en Salamanca
El capellán de brigada William Bradford y su visión de la Guerra
Patrick Curtis o Patricio Cortés
La rocambolesca pero verdadera historia del sargento Mayoral


El siguiente texto de Joaquín Zaonero, que podéis encontrar en el libro publicado por la librería Cervantes en 1998 y titulado Libro de noticias de Salamanca que empieza a regir el año 1796, narra así el sufrimiento de la ciudad durante la ocupación por ejércitos ingleses y franceses durante la Guerra, y la explosión del polvorín que provocó la pérdida de un tercio del patrimonio monumental de la ciudad el 6 de julio de 1812. Se conserva la ortografía original.


Escrivir todo lo que pasó en Salamanca y lo que sufrió los vecinos de Salamanca es imposible porque cada día avía alguna novedad i todas malas; los editos y proclamas y bandos fueron infinitos, las prisiones, confiscaciones de vienes de los adi[c]tos a la nación; tanvién los rovos no fueron pocos; los que se ausentavan quando entravan unas tropas y salía[n] otras fueron muchas familias, en fin, fue la época más memorable de España, en general y en particular, pues cada provincia, ciudad, lugar o aldea por pequeña que fuesen vio los orrores de la guerra más cruel.
Por Salamanca pasaron desde principios de noviembre de 1807 hasta 17 de junio de 1812, 300.000 ombres de todos los exércitos y aunque éste es un cálculo, puede ser que me que[de] corto. Murieron en los ospitales de Salamanca desde el 17 de enero día que entraron hasta 16 de junio por la noche de 1812 día que salieron más de 7000 franceses. (…)
La pólvora i municiones que se cojieron a los franceses en los Fuertes de S. Caietano y S. Bicente las metieron en unas paneras en la calle de la Esgrima para hirlas llevando a Ciudad Rodrigo. El día 6 de julio, día memorable para Salamanca se predió fuego a dicho almacén a las siete i media de la mañana, por poca precaución en andar con ella i en averla puesto dentro del pueblo. Se undieron muchas casas dejando a sus moradores devajo de sus ruinas, feneció toda la guardia, el capitán comisionado, algunos obreros. Los pedazos de cuerpos volavan a mucha distancia. Las calles de la Esgrima, de la Sierpe y de los Moros quedaron sin vecinos, los botes de la metralla y las granadas era una lluvia; no quedó una vidriera en Salamanca. Los cuerpos echos pedazos y algunos enteros se enterraron en S. Benito, donde se abrió una zanja en vez de sepulturas. Con esta catástrofe acavó la parroquia de S. Blas, tan populosa. Los bienes y muebles de dichos parroquianos quedaron sepultados; algunos edificios i muchas casas distantes quedaron sentidas. Fue lunes, día entre los muchos que no olvidará en muchos años, dije entre los muchos, porque tiene muchos de tribulación de que hacer memoria. En la parroquia de S. Benito se enterraron como una docena de cadáveres; luego, se determinó que los restantes se enterrasen en el templo destruido que fue de S. Blas. (…)


Ramón de Mesonero Romanos, en su obra Memorias de un setentón, recoge (pp.187-198) una visita que hizo a Salamanca desde Madrid junto a su padre y sus hermanos en agosto de 1813, y que nos da una idea de la situación en la que quedaron la ciudad y los alrededores tras la explosión del polvorín y la Batalla de los Arapiles:

Blasco Sancho, Villanueva de Gómez, Muñoz Sancho y Peñaranda de Bracamonte fueron las regaladas etapas en los días subsiguientes; y mi padre, que era gran andarín y no podía sufrir el traqueteo de la galera, no bien salimos al amanecer el último día de Peñaranda de Bracamonte, nos empeó a emprender a pie y por vía de paseo la marcha a la ciudad, de la que aún distábamos siete leguas mortales, y luego que hubimos llegado a Ventosa y Huerta, pueblos más cercanos, todo se le volvía a enristrar el catalejo para ver si alcanzaba a descubrir alguna de las torres que él tenía impresas en la imaginación; pero a medida que íbamos acercándonos se iba también anublando su semblante, y lanzaba suspiros y exclamaciones, porque echaba de menos muchas de ellas que habían desaparecido en los horrores de la guerra.
Llegamos al fin a Salamanca, sanos y salvos, en la tarde de la jornada quinta, y luego que descansamos aquella noche, fue su primer cuidado a la mañana siguiente marchar con toda la familia a recorrer los barrios extremos, señaladamente los que dan al río Tormes, y que ofrecían un inmenso montón de ruinas, una absoluta y espantosa soledad.
A su vista, mi buen padre, bañado en lágrimas el rostro y con la voz ahogada por la más profunda pena, nos hacía engolfar por aquellas sombrías encrucijadas, encaramarnos a aquellas peligrosas ruinas, indicándonos la situación y los restos de los monumentales edificios que representaban. “Aquí –nos decía, sin saber él mismo que parodiaba a Rioja en su célebre composición A las ruinas de Itálica-, era el magnífico monasterio de San Vicente; aquí el de San Cayetano; allá los de San Agustín, La Merced, la Penitencia y San Francisco; éstos fueron los espléndidos colegios mayores de Cuenca, Oviedo, Trilngüe y Militar del Rey. Aquí estaba el Hospicio, la casa Galera, y por aquí cruzaban las calles Larga, de los Ángeles, de Santa Ana, de la Esgrima, de la Sierpe”, y otras que habían desaparecido del todo. Tanta desolación hacía estremecer al buen patricio, y su llanto y sus gemidos nos obligaban a nosotros a gemir y a llorar también.
La verdad es que esta antiquísima y monumental ciudad había sucumbido casi en su mitad, como si un inmenso terremoto, semejante al de Lisboa a mediados del pasado siglo, la hubiese querido borrar del mapa. El sitio puesto por los ingleses antes de la batalla de los Arapiles; la toma de los monasterios fortificados de San Vicente y San Cayetano, y el incendio del polvorín y la feroz revancha tomada por los franceses la noche de San Eugenio, 15 de noviembre, a su vuelta a la ciudad, fueron sucesos ocasionales de tanta ruina, y que no se borrarán jamás de la memoria de los salmantinos.
Angustiados nuestros corazones con tan tétrico espectáculo, y no pudiendo mi padre soportarle por muchos días, sacónos al fin de la ciudad para los pueblos inmediatos de Las Torres y Pelabrabo, donde, según dije antes, tenía sus propiedades, más bien que con el propósito de visitarlas, con el deseo de recorrer aquellos campos gloriosos, en que se verificó el 22 de julio del año anterior, la tremenda lucha entre los ejércitos aliados y el del invasor, que dio por resultado el señalado triunfo de los primeros.
Pisamos, pues, aquéllas célebres, aunque modestas heredades, hallándolas casi yermas, si bien sembradas de huesos y esqueletos de hombres y caballos, de balería de todos los calibres, y de infinitos restos del equipo militar. Era un inmenso cementerio al descubierto, que se extendía por algunas leguas a la redonda, y que ofrecía un horroroso espectáculo, capaz de poner miedo en el ánimo más esforzado. Pero los muchachos lo apreciábamos de otro modo, convirtiéndolo todo en provecho de nuestros juegos y escarceos. Mis hermanitos y yo, unidos con los chicos de los renteros de mi padre, y con la mejor voluntad y patriótica algazara, reuníamos aquellos horribles restos, apilándolos en formas caprichosas y pegándoles fuego con los rastrojos, porque todos aquellos huesos, a nuestro entender, “eran de los pícaros franceses”, y porque, según nos aseguraban los labriegos, aquellas cenizas eran muy convenientes para el abono de las tierras. (…)