viernes, 29 de abril de 2011

Dispositivos de reflexión

El 10 de febrero de 2010 los miembros de SLC visitaron la exposición retrospectiva de Erwin Olaf, titulada Darts of Pleasure (Dardos de placer). Así se hablaba de esta impresionante muestra en notodo.com (http://www.notodo.com/expos/varias_disciplinas/1100_erwin_olaf_da2_salamanca.html):
"Tras la ironía punzante con la que juega el título de esta muestra encontramos una dosis de placer estético suficiente como para dejarnos acribillar durante algo más de dos horas convertidos en la diana última del objetivo de este artista holandés. Dos horas embriagados por el efecto apabullante de estos dardos de placer dañino tan sintéticos y concentrados como convulsos y recargados. Una experiencia que nos desestabiliza en una narración turbia e inagotable y nos recompone en una armonía formal pura e incontestable. Así vamos sangrando dulcemente mientras desfilamos por las salas de la antigua cárcel de Salamanca, nuevo espacio habitado por los dolores inefables, el silencio hiriente y volumétrico, el frenesí extático, la fantasía truculenta, las distintas parafilias, la violenta tensión sexual, las fatigas dulces y siniestras y la vivacidad hierática de los personajes que lleva soñando desde hace veinticinco años Erwin Olaf, el polifacético creador de Hilversum que se escurre zigzagueante, astuto e irónico, en el anverso del arte contemporáneo y en el reverso de los medios de comunicación de masas con un asombroso lenguaje. El que articula desde la de la delgada punta de estos dardos(...)"

En efecto, la exposición resultó sugerente e inspiradora, como podéis comprobar leyendo los siguientes textos de miembros de SLC. Tras cada fotografía se escondían multitud de historias. Solo había que descubrirlas...


Unthankful, por Mª Victoria Díaz Santiago

"You're unthankful. Yes, you."
quartz
pink
horse
"Nadie enciende una lámpara para cubrirla con una vasija" (Lc. 8, 16)


I wish (be), I am, I will be (Yo deseo ser, yo soy, yo seré)
,
por Almudena Torres Calles de Pedro









Me encontraba en la disyuntiva de si giraba a la izquierda o giraba a la derecha, cuando dejé que mis pies me guiaran hacia donde estaban las imágenes de mi inspiración. Allí estaba la “trilogía fotográfica de la vida”: I wish (be), I am, I will be.

Ante mí, el devenir de la vida plasmado en tres imágenes que hablaban más alla de lo que se apreciaba a primera vista. Tal vez, el hecho de que las tres fotos se encontraran custodiadas, a ambos lados, por dos fotografías que transmitían soledad, nostalgia y tristeza hacía que la trilogía en cuestión evocara: pasado, presente y futuro.

En mi mente, se dibujaba lo que deseaba ser y lo que me alejaba de la realidad.

I wish (be) = Yo deseo (ser) esa línea que separa el mar del horizonte; sabiendo que hay un final, pero que hay que recorrer un largo camino para atisbar ese lugar; deseo ser, esa delgada línea que separa la bondad de la tontería, siendo consciente de que es muy fácil atravesarla y que siempre se está en la cuerda floja; deseo ser, esa carta devuelta que no ha llegado a su destinatario, pero que sigue su camino hasta llegar a su destino; y la vida sigue…

I am = Yo soy el faro que ilumina en la oscuridad de las noches de verano, cuando las olas del mar acarician la arena hasta mojar mis pies. El frescor que traen las olas hacen que me sienta viva; necesito un soplo de aire fresco, que solo puedo obtener “inspirando el mar”. Mientras pienso en lo que soy, observo el devenir de las olas; las olas van, las olas vienen: la vida sigue…

I will be = Yo seré el paisaje en el que se observen acantilados escarpados, bosques frondosos; majestuosas aves volando sin un rumbo fijo, en un escenario de tranquilidad y ensueño; rodeado de personajes que pasarán ante mí como espectros de lo que fui. Las tardes de otoño acariciarán mi ser fundiéndose en un atardecer que ilumina el campo desprendiendo un sutil aroma por cada rincón. Ante mí, la vida pasará fugaz, como un suspiro. Los pajarillos pululan a mi alrededor como si el tiempo se hubiera detenido; observan, vuelan, se detienen, vuelven a observar; y la vida sigue…


Las tres edades del hombre: así soy, así me gustaría ser y así voy a ser
, por Esther Patrocinio

"Somos lo que continuamente representamos de nosotros mismos"

(Erwin Goffman)


Esos seres crueles popularmente conocidos como espejos han ido muy lejos en su alianza con cámaras y otros objetivos descarados. Por suerte contamos con el milagro photoshop que siempre nos permite adaptar el pixel al gusto del pincel. Es lo bueno que tiene el avance de la ciencia; somos más bellos, más perfectos, más democráticos ya que todos tenemos derecho a ser Adonis o Venus. La tiranía de la madre naturaleza, que nos castiga con una identidad no elegida en la que hacemos equilibrios, como la cigüeña coja que soporta las tempestades en lo alto del campanario, tiene los días contados. Luchamos toda nuestra vida para no ser un peón en el tablero de ajedrez sin saber si podemos permitirnos pagar ese precio.

Tardamos demasiado en asimilar el así soy hasta que desgastamos la máscara del quién eres que ilustra a nuestro yo ideal. Lo preocupante no es jugar a ser otro, sino el ¿de qué te escondes? ¿De los otros? ¿Del miedo? ¿Del espejo? Malo es no encontrar una respuesta a estas preguntas y peor no haberlas escuchado nunca. Perdemos el tiempo empeñados en el me gustaría ser, ignorando al soy hasta que es demasiado tarde para hacer algo para evitar el así voy a ser. Todo lo demás es
carpe diem.


Autorretrato, por Montserrat Villar


Hoy me miro al espejo, ese espejo del cuarto de baño, ese espejo blanco de siempre como mi camiseta blanca.
Todo está igual, nada ha cambiado, sólo esta imagen que se refleja.

Observo mis ojos azules y puedo contemplar las pequeñas patas de gallo, las arrugas entre la frente, la mirada más turbia, menos cristalina, que hay al otro lado.

Quiero negar… negarme el paso de estos años en que me he mirado al espejo sin verme. La sangre sube a mi cerebro, noto como empuja un marasmo de sensaciones en el camino a mi cabeza, noto la impotencia agazapada en mi garganta y la rabia enrojeciendo mis ojos.

Mi puño se acerca a mi cara, a la otra, la que me contempla, e intento hacer desaparecer esa evidencia. El espejo estalla en mil pedazos que, a pesar del golpe, no se desprenden de ese cuerpo. Mi cara sigue ahí, como paralizada; rota en una infinita trama de líneas cristalinas que la cruzan.

Ahí, sí, ahí estoy yo. Ahí, paralizado, sólo capaz de sentir un intenso dolor en mi puño sangrante que me recuerda que estoy vivo.

Ahí estoy, sí, ahora sí, sí que soy yo. Una máscara impertérrita, absurda e infinitamente arrugada; un ser anodino, impasible e imposible ante el inaceptable paso del tiempo.

¡No quiero morir!, ¡no quiero morir!. No quiero desaparecer de este espejo.

Absorbo, entonces, el oxígeno que una pesada bombona me dispensa. Inspiro, instintivamente, este gas que me ata a la vida y me resigno a salir de aquí.
Es ahora, sólo ahora, cuando me doy cuenta de que este gesto me acerca más, un minuto más, al final de mis días.


Hijos del poderoso Erwin Olaf, por Benito González










Chessmen, 1998

¡Guerreros de otro tiempo, vomitivos personajes de la oscuridad, hijos de las tenebrosas fauces del poderoso Erwin Olaf!

¡Oídme!

En lo hondo, levanta la mañana su cortina de lluvia, y yace ante mí un poderoso océano de recuerdos, anunciando el presagio de mis lágrimas por ella.

¡Qué difícil buscar su presencia, qué trago amargo es llorar su ausencia!

Una nueva batalla se inicia en este gris y pálido amanecer, miro a lo lejos a través de la niebla de agua y solo veo las montañas púrpuras que el viento en el tiempo en dos partió, con su enorme espada de aire.

El caballo ciervo de los Chessmen, portador de la temblorosa roca de nieve, me narró que, al otro lado de las elevadas simas, brilla en su rutilante desvaído el lago rosa, ¡eterno manantial de amor!, nacido de las doradas nubes y de las aguas de los tres desiertos.

Allí -me contó- que al despertar el alba carmesí, ella desciende por el borrascoso camino para lavar su cara de ángel en las aguas del lago, y en cada gota que acaricia su piel se oye un lamento elevarse, desgarrador, con sus plumas de tristeza por la cornisa del cielo.

¡Tal es su tristeza que los brillantes luceros palidecen en su eterno carruaje!

Ahora que la lluvia está engarzada en la tormenta, cual beso de amor que de ella anhelo, iniciaré el camino; la lumbre de mi pensamiento semihumano mantiene el rescoldo de los siglos… por ella.

¡Ya no pertenezco al ajedrez!

Mis pies me elevan sobre la vela silenciosa del arlequinado juego.

¡Es hora de partir!

¡Tal vez, no sé dónde está, ni cómo encontrarla. Tan solo sé que, tras este primer paso …………… he de seguir buscándola!

eternamente


Lolita soñó, por Blanca González







The Classroom, 2005


El teorema de Tales era su única conexión con él. Aunque tenía la edad de su padre, le admiraba.

¡Era tan inteligente... tan atractivo! Soñaba con encontrarse en sus brazos.

Su voz le daba seguridad y la hacía sentir doblemente mayor.

Los muchachos de su edad eran inmaduros, bastante alocados, sus conversaciones eran triviales.

Sin embargo, la voz de él... la gravidez de su mirada... su aplomo...

Se quedó en la clase hasta que se fueron todos, - ¡al fin estaba sola con él! -.

Se acercó pausadamente hasta encontrarse frente a frente. Le miró de manera seductora y después, con ambas manos, se quitó el jersey y fue desabrochando uno a uno los botones de su camisa. En ese momento levantó la vista y se encontró con la rectitud de la mirada del profesor.

Aturdida se sonrojó, comenzó a llorar y se alejó.


Pasión del gesto,
por Sofía Montero García

Silencios,
en la piel de la mirada,
roban perfiles a la imagen.
Instintos,
pintados de nostalgia,
dialogan con el gesto;
mezclados de poder,
sueñan realidades.
Sensaciones calladas,
oprimidas,
esquivas,
congelan
la duda de lo incierto
en la oscuridad de una luz
que atardece en el deseo.



Poema de Soledad Sánchez Mulas










Royal Blood
, 1997


Ya sube por tus piernas un revuelo de páginas.

Has doblado en tu armario los salones oscuros
y las salas cerradas.

El beso de los túneles te maquilla los labios,
nacarada princesa.

Te favorecen
el rojo de la sangre y el olvido,
y el concluyente azul de tu mirada.

No me has dicho tu nombre, ni el norte de tus sueños,
ni los ramos de flores tirados en el suelo.

Callas,
en tu sueño de agua y en tu carne de huida,
subiéndote la falda.

No importa que te muerda la estrella niquelada.

Impaciente,
aguardas la sorpresa de los ojos cerrados,
del amargo sabor de la chatarra.


Mutismo, por José Mariano Pizarro Sánchez














Aparcó el automóvil en la plaza número cinco de las cocheras de la Dirección General de Penitenciarías. Su plaza. La plaza del coche oficial que él conducía.

Sin despegar los labios permaneció mirando la raya verde sobre fondo blanco de la pared, paralela al suelo, a metro y medio de altura.

Llamó al mozo del recinto con un gesto de aviso, sin una palabra, para que no se alterara ni la luz ni los rumores que en esa hora se daban todos los días. Indicó que mirara los niveles de aceite, agua, batería, presión de neumáticos y según los cantaba el mozo él los apuntaba en el cuadrante de salida, junto con las incidencias que hubiera, que nunca las había.

Marchó a casa. Esperó al autobús como siempre, en la segunda fila. Una vez en el ómnibus desde el último asiento contemplaba los coches pasar o alineados junto a las aceras rojos, verdes, negros con embellecedores niquelados unos, con llantas de aleación o ruedas negras y blancas similares a los zapatos de un gángster. Y no dijo nada. Ni un gesto de adiós a alguien que quizás conociera, o una mueca de aprobación a los que allí estaban y que como él, callaban.

Entró en casa. Colocó el florero del recibidor que olvidó colocar antes de marcharse. Todo lo demás estaba en su sitio, las líneas de los cuadros, la doblez de los visillos, los ángulos rectos o nulos de las puertas. A estas horas las sillas vencían sus sombras hacia el Este.

Solo y sin decir una palabra tardó el mismo tiempo que ayer en ponerse cómodo. Preparó la cena. Dos lonchas de beicon vuelta y vuelta, una rebanada de pan triangular en el borde del plato y un vaso de leche. Miró por la ventana de la cocina blancamente iluminada hacia lo gris del patio de luces. Entonces escuchó el saxofón del vecino del tercero, los ecos de sociedad en Frecuencia Modulada de la vecina del primero. Pero nadie acudió en ese lapso de tiempo. La alcoba continuaba vacía, el baño húmedo, el pasillo en penumbra, solamente el televisor emitía destellos sordos desde el recóndito salón.

El timbre amarillo y monótono sonó. Hizo un ademán minúsculo, reflejo de ida y vuelta, un quiero y no quiero abrir. Al final abrió. Ante él la vecina del segundo. Pelirroja, blusa mostaza, falda de tubo nuez. Sostenían sus manos a la altura de sus senos un plato blanco con dos flanes de huevo equivalentes, simétricos de apreciable y jugosa ración. Su caramelo tostado brillaba negro como sus zapatos de charol. Nada se dijeron. Mirándose sin despegar los labios, escrutándose extrañados con los ojos, como buscando algún afecto, alguna pasión perdida, quizás irrecuperable. Pero no se movieron y tanta quietud alargaba el tiempo agrandándose el espacio de la escena.

Ignoro si ella entró. Sonó una puerta que se cerraba al tiempo que yo cerraba la de mi apartamento. Y coloqué el florero del recibidor que olvidé colocar antes de marcharme. Todo lo demás estaba en su sitio.


Barbara, por María José Diz










Llegaré el viernes. Te espero a las 2 pm en el Algonquin. Te desea. Diane, susurró despacio, atemorizada, con sus ojos azules encogidos, degollados por aquellas palabras. Llegaré el viernes. Te espero a las 2 pm en el Algonquin. Te desea. Diane, Barbara se repitió una vez más el telegrama que acababa de encontrar en el bolsillo interior del traje de Larry en su rutinaria revisión antes de enviarlo al tinte. Deletreó cada sílaba, tratando de buscar una explicación, una señal, recordando en segundos los últimos meses. Llegaré el viernes. Te desea. Diane. Te desea. Diane. Sentada delante del tocador, de espaldas al espejo, sin terminar de vestirse para la cena en casa de los Runsfield, con la combinación de raso color champagne y la bata abierta como colgada de sus hombros derrotados, Barbara pensaba que no sabía nada, que nunca supo nada. Nada. Absolutamente nada. Diane. Te desea. Diane.

La luz que entraba por los ventanales situados a ambos del tocador inundaba el dormitorio con una claridad ominosa.

Llegaré el viernes. Te desea. Diane. Te espero. Barbara deslizó las medias de seda entre sus manos sin saber que tenía que hacer con ellas. La suavidad de la seda la consolaba. Diane. Te desea. Diane. 2 pm en el Algonquin. Te espero. Llegaré viernes. Arrugó las medias y las encerró en su puño con rabia. Giró ligeramente la cabeza para mirarse en el espejo. No pudo, la angustia se lo impedía. Las palabras de Diane entumecían sus pensamientos. De reojo, podía ver reflejado en el espejo el complicado moño que su peluquero había terminado apenas dos horas antes. Después de todo para qué, se preguntaba. Se ha ido, y nunca volverá. Lo sé. Se ha ido para siempre.

Barbara abrió su puño. Volvió a deslizar las medias entre los dedos. Te espero a las 2 pm en el Algonquin. Te desea. Diane. A las 2 pm. Diane. Diane.

Con movimientos torpes, como de anciana recién levantada, Barbara cerró la bata; ató el cinturón con dos nudos, y dejó las medias encima del tocador. Descolgó el teléfono con crueldad y llamó al despacho de Larry. El reloj de la cómoda marcaba las cinco y diez.

-Hola, Dinah. Soy Barbara Reeves. ¿Me pasas con Larry, por favor?

-Lo siento señora Reeves. Su esposo salió a comer y no volverá. Ha dejado aviso de que no regresaba esta tarde.

En la radio sonaba I Can´t help falling in love de Elvis Presley, su canción favorita. Y afuera el sol de primavera se resistía a declinar.